Las “pastillas de carne” de Liniers, extraño antepasado de los calditos y el “corned beef”
Tatarabuelas de los calditos y del “corned beef”, las pastillas de carne fueron producto de un extraño emprendimiento que se llevó a cabo a fines del siglo XVIII.
Por Luis Fontoira
Antes de la invención de la cámara frigorífica, la industria de la carne en nuestras pampas era una actividad muy limitada, reducida al consumo inmediato y la venta de cuero y tasajo (tiras de carne salada, mayormente exportadas a cuba para alimentación de los esclavos).
Sin embargo, hacia fines del siglo XVIII, importada directamente desde Europa en la cabeza de un atildado inmigrante francés, arribó a las oscuras aguas del Río de la Plata la idea de producir “pastillas de carne”, una suerte de tatarabuela de los calditos y el “corned beef”.
El emprendedor era Santiago Luis Enrique de Liniers y Bremond, noble y militar francés que residió sus últimos veinte años en el Virreinato del Río de la Plata ejerciendo el comercio al amparo de su hermano menor, que llegaría a ser Virrey.
Este noble, que tenía mucha prosapia pero poco efectivo en las alforjas, comenzó a proponerles a las autoridades locales una serie de variopintos negocios para sustentarse, como la edición de un periódico -que nunca se llevó a cabo-, el tráfico de esclavos o un plan de defensa para la ciudad de Colonia del Sacramento.
Ningún plan parecía funcionarle al francés hasta que, reparando en la increíble cantidad de ganado que estaba disponible en ese rincón del sur del nuevo mundo, recordó el éxito comercial que tenían en Europa las novedosas “pastillas de carne”, destinadas esencialmente a los soldados en campaña y los hospitales.
Eran pastillas de carne vacuna condensada, con almidón, que podían mantener sus propiedades proteicas hasta tres años en buen estado.
Fue así como el Conde de Liniers, heredero del título nobiliario de la familia obtuvo “una Real Orden con la aprobación de un plan para elaborar pastillas de sustancia y aguardiente de granos de uva del lugar y almidón”.
Al parecer, el aguardiente fue el elemento “secreto” de la fórmula de Liniers, ya que en la versión europea del producto no figuraba.
En el texto de la Real Orden preveía una exclusividad de ocho años sin competencia alguna y la cesión de una casa en Buenos aires para su instalación.
Primero se pensó ubicar la fábrica en una quinta del Retiro, actual plaza San Martín, pero la iniciativa no prosperó ya que el Procurador General del Cabildo argumentó que: “los inevitables malos olores y que en ese lugar se acostumbra lavar la ropa y los vecinos, pasear en el verano”.
Finalmente, los Liniers se establecieron en una quinta del actual barrio de Almagro y comenzaron a producir las grageas de carne.
El proceso de elaboración consistía fundamentalmente en hervir trozos de carne vacuna en grandes recipientes de cobre durante varias horas.
El producto que se obtenía era un caldo concentrado que se enfriaba en envases de hojalata de distintos tamaños y se tapaba.
Para poder ser utilizado había que disolverlo en abundante cantidad de agua a la que había que agregarle sal, pimienta y verduras y se hervía nuevamente.
Con este procedimiento se obtenía una sopa espesa y nutritiva.
Las novedosas pastillas, sin embargo, no fueron tan requeridas como lo esperaban los franceses.
Si bien la fábrica estaba en plena producción, los grandes gastos y los acreedores comenzaron a ahogar el primer emprendimiento industrial de carne del virreinato, que a duras penas esquivó el cierre de persiana con una venta que le hicieron don Diego de Alvear, quien por orden del rey español estaba dedicado a la demarcación de límites entre España y Portugal.
En definitiva, los Liniers la remaban, hasta que en 1793 ocurrió un hecho inesperado que finalizaría con el emprendimiento.
A raíz del estado de guerra entre Francia y España, se prohibió comerciar a los numerosos franceses de Buenos Aires.
Por esos días, además, comenzó a correr por las barrosas calles de Buenos Aires el rumor de que los galos, en connivencia con negros esclavos, planeaban asaltar las principales viviendas de la ciudad y realizar una masacre.
La “conspiración de los franceses”, como se la llamaba en los corrillos, se agrandaba día a día en la imaginación de los porteños hasta tal punto que las autoridades decidieron realizar algunos allanamientos.
Por infidencias de varios esclavos se sindicó como centro de la conspiración la quinta de Liniers, la que fue revisada a altas horas de la noche, encabezando estas diligencias el alcalde de Primer Voto, don Martín de Álzaga.
La fábrica, obviamente, se fue al tacho y nadie, al menos por aquellos años, volvió a hablar de las pastillas de carne, ese extraño antepasado de los calditos y el “corned beef”.
Suerte dispar la de los hermanitos Liniers en Buenos Aires. Uno, Santiago Luis, el emprendedor, nunca logró el éxito económico.
El otro, Santiago Antonio, el menor, compensó las flaquezas monetarias con prestigio social.
Fue héroe en las invasiones inglesas, “Conde de Buenos Aires” y Virrey.
Pero tampoco brilló su estrella: en 1810, después de la Revolución de Mayo, fue fusilado en el sur de Córdoba.